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Los tópicos del Festival de Avándaro y los “hoyos fonquis”

Rodrigo Farías Bárcenas / colaborador Subterráneos


Ciudad de México. 6 de septiembre de 2022. El origen de los así llamados “hoyos fonquis” se ha convertido en un tópico, el cual se relaciona con otros inscritos en la información que pretende dar cuenta del devenir del rock mexicano. En este caso, le llamo “tópicos” a ciertas formas de explicación que a fuer de ser repetidas ─compartidas socialmente─ se convierten en verdades establecidas, que no ameritan corroboración. Es un fenómeno que he notado en mis lecturas cuando se hace referencia a esos lugares, identificados con una curiosa y diríase que denigrante denominación: “hoyos fonquis”, cuya existencia se explica de una manera estereotipada.


El uso de la expresión “hoyos fonquis” empezó a generalizarse a principios de los años setenta, a partir de que el escritor Parménides García Saldaña así los bautizara, poco antes de la celebración del Festival de Avándaro, en septiembre de 1971. A la postre, se hizo costumbre asociar ese apodo con el modo en que se producía la música de rock en cierto tipo de escenarios. Es un aspecto relevante porque tiene que ver con el entorno en el que se establecía la comunicación entre los grupos y su público, el cual determinaba la manera en que se experimentaba la música, relacionada con malas condiciones en equipamiento, higiene y seguridad, para decirlo sucintamente.


Uno de los “tópicos” relacionados con los “hoyos fonquis” nos dice que éstos surgieron como una especie de refugio para que el rock escapara de la represión que desató el gobierno priista, luego de haber estigmatizado a quienes asistieron al Festival de Avándaro. Al respecto, tengo dos puntos que comentar: los “hoyos” ya existían antes del festival, aunque no se les conociera con ese nombre.


El ensayista y músico Sergio González Rodríguez ─quien los conoció de primera mano como bajista de Enigma! ─ sitúa su origen en 1969: “Cuando escucho el compuesto verbal ‘hoyos fonquis’ de inmediato recuerdo la crónica inaugural de Parménides García Saldaña que dedicó a los sitios en los que diversos grupos de rock de México realizaron presentaciones a partir de 1969” (Yaconic, 10 de octubre de 2016).


Aquí la pregunta obligada es cómo se formó el público de rock que se congregó en el festival, y para responder tentativamente es de suponerse que asistió, al menos en buena parte, un público que se cultivó ─por así decirlo─ en esa clase de lugares. Es decir: el festival no provocó que surgieran los “hoyos”, como suele afirmarse. Por el contrario, se benefició de ellos.

Y en cuanto a la represión, es indudable que las autoridades no tuvieron clemencia después del festival, pero hay que tomar en cuenta que la represión se ejercía sobre la población en general, cualquiera estaba expuesto, pero se dirigía en especial en contra de la disidencia, incluida la de la gente joven. Estas medidas coercitivas ya venían de tiempo ha, habían marcado la década de los años sesenta, en particular a partir del Movimiento Estudiantil de 1968, para no irnos más atrás. Los “hoyos fonquis” pueden verse como un reflejo de esa política represiva, que se recrudeció después del festival, a partir del cual ─en todo caso─ aquellos lugares proliferaron.


Otro “tópico” establece que el rock se orilló al tiempo que se propagaban los “hoyos fonquis”; es decir, que las tocadas se trasladaron a la periferia de la capital, en los límites de ésta con el Estado de México y el Estado de Puebla, donde habitaba (habita) gente de escasos recursos económicos. Wikipedia, en su entrada “hoyo fonky”, reproduce este cliché. Sin embargo, un mapeo de las zonas donde se establecieron los susodichos “hoyos”, revela que eso es cierto en parte, porque también lo es que además había lugares de ese tipo distribuidos en los cuatro puntos cardinales del otrora Distrito Federal.


No voy a ser específico en cuanto a nombres y ubicación exacta para no extenderme demasiado, pero no dejaré de mencionar ─sin ser exhaustivo─ que al mediar los años setenta existían por lo menos cuatro “hoyos fonquis” en el mero centro de la Ciudad de México (ojo: no en las orillas); otros tres en el sur y centro sur; uno en el poniente; cinco en el oriente; y por lo menos nueve en el norte, la zona de mayor concentración. Estaban principalmente ─insisto, no en la periferia─ en las entonces delegaciones de Azcapotzalco, Gustavo A. Madero, Álvaro Obregón, Cuauhtémoc, Benito Juárez, Iztapalapa e Iztacalco.


Todo ello quiere decir que el rock no desapareció de la Ciudad de México luego del Festival de Avándaro, como dicta el cliché. Su expresión sí estuvo reprimida y controlada en escenarios y espacios públicos, lo cual provocó su dispersión y consecuente debilitamiento, pero siguió existiendo en espacios de diversa índole, y no sólo en los “hoyos fonquis” que supuestamente se asentaron sólo en zonas marginales.


Es muy importante subrayar este último punto, porque fue en esos espacios ─junto con los “hoyos”, espacios de los que más abajo doy ejemplos─ donde germinaron aquellas prácticas que le darían vida al rock en los ochenta, en el sentido amplio del rock como una práctica cultural y no sólo como un género musical: pequeñas empresas productoras ─de discos y conciertos─, compositores y grupos musicales, agencias de representación, revistas, futuros investigadores que llevarían el rock a la academia, y en general todos aquellos agentes que entonces participaron en la creación, producción y difusión de la música roquera, a contracorriente del Gran Mercado. Quienes resistieron todos esos años no son parte de una generación perdida, sino parte de una generación que transmitió a las siguientes un bien cultural como el rock.

De nuevo, evito el detalle para no caer en una engorrosa enumeración, pero esa base social a la que me he referido, se formó en la escucha del rock asistiendo a lugares que no eran exclusivos para esta música, pero sí distintos a los “hoyos fonquis”. En general, se trata de espacios como: centros nocturnos, salones de baile, foros de librerías, gimnasios, pistas de patinaje, teatros, pubs, bares, balnearios, foros culturales, museos o casas particulares. A lo largo de los setenta y hasta mediados de los ochenta, aunque haya quien afirme lo contrario, hubo rock en escenarios como Auditorio Nacional, Arena México, Arena Coliseo, Palacio de los Deportes, Toreo Cuatro Caminos o Estadio de la Ciudad de los Deportes. Sin dejar de mencionar el importante papel que tuvieron en la difusión del rock las instalaciones de instituciones educativas como la UNAM, UAM, IPN o ENAH.


El público, la base social sobre la cual se apoyó el rock a mediados de los ochenta, se formó en los años previos, no surgió de la nada. Y mucho menos fue producto de aquella iniciativa mesiánica, orientada por el criterio de la rentabilidad, llevada a cabo por un sector de la clase media y de la clase alta, dizque para salvar al rock de los “hoyos fonquis” y de los rasgos contraculturales relacionados con Avándaro. Así llevaron el rock a sus tornamesas con producciones blanqueadas, a las pistas de baile de sus discotecas, y a los patios de sus universidades, cuando estaba en su apogeo la moda del Rock en tu idioma, en los albores del neoliberalismo salinista.


Los “tópicos” plantean que después del Festival de Avándaro, el rock se recluyó en los “hoyos fonquis” de la periferia de la Ciudad de México, dejando en el camino más de una década sumida en la oscuridad. Como ya vimos, se trata de una falsa explicación.


Créditos de Fotos: Toño Pantoja


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