La última tinta
- Subterráneos
- hace 1 día
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El eco de las imprentas artesanales se desvanece
Ildefonso López / Subterráneos
Por la Plaza de Santo Domingo, Don Ernesto Cisneros resiste como uno de los últimos guardianes de un oficio que marcó la historia de la palabra impresa en México.
Ciudad de México; 27 de septiembre de 2025. La historia de la imprenta en México no sólo vive en libros antiguos o en ediciones de lujo guardadas en bibliotecas. También late en un puñado de máquinas que resisten al tiempo y que, a pesar de la modernidad, siguen transformando tinta y papel en memoria.
Uno de los refugios de esta tradición se encuentra en la Plaza de Santo Domingo y en la calle Leandro Valle, ese pasaje que funciona como un anexo de la plaza en el Centro Histórico de la capital. Desde el siglo XIX, el lugar fue punto de encuentro para escribanos que auxiliaban a quienes no sabían leer ni escribir. Con los años llegaron las imprentas, y el rumor metálico de los componedores y prensas se volvió parte del ambiente cotidiano.
En un callejón de Leandro Valle sobreviven todavía las últimas imprentas semifijas. Allí creció Don Ernesto Cisneros Espinoza, quien llegó siendo apenas un niño de dos años. Nunca imaginó que su vida se uniría a ese oficio: de joven trabajó en lo que pudo, desde la albañilería hasta impermeabilizando el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.
“Ganaba 266 pesos a la semana —recuerda— y con eso alcanzaba. Hoy ya no rinde para nada”.
El destino, sin embargo, lo alcanzó en la plaza. Un patrón lo invitó a trabajar en plena temporada navideña de los años setenta, cuando las imprentas producían millones de tarjetas con escenas invernales y buenos deseos. Eran objetos de consumo masivo: se pedían por cientos o miles, viajaban a toda la república y terminaban adornando árboles y nacimientos.
Al principio se negó. No quería “ensuciarse las manos”. El patrón insistió: “Ándale, viene la temporada. Vas a ganar el puro billete”. Le puso frente a una mesa, le entregó una caja tipográfica y lo retó a memorizarla.
“En tres horas ya me sabía dónde estaba cada letra —dice orgulloso—. La ‘a’ aquí, la ‘e’ allá, las mayúsculas separadas de las minúsculas. Pasé la prueba y luego me dio el componedor para que formara nombres. Así empecé como cajista”.
Las jornadas eran extenuantes: “a veces pasaban dos o tres días sin dormir”, velando junto a las prensas para cumplir los encargos. El olor de la tinta, el peso del plomo y el repicar de las máquinas marcaban el ritmo de la plaza. El negocio era próspero: “Antes era negocio”, subraya.
Todo cambió con el avance tecnológico. Primero llegaron imprentas más modernas; después, el golpe final lo dieron las computadoras, el diseño digital y la impresión rápida.
“Hoy sólo hacemos tarjetas de presentación. Vienen los gabachos y se las llevan porque en su país ya no se hacen. Nos piden 100, 200, hasta 600. Eso nos mantiene, junto con los calendarios de fin de año. Pero esto ya es sobrevivencia”.
A su lado, un compañero interviene: “Esto es arte, artes gráficas, pero la gente no lo ve”.
La escasez de materiales confirma el ocaso. Las tiendas que surtían tipos móviles cerraron hace años. “Ya no se consigue nada —lamenta Don Ernesto—. Si alguien vende una caja de tipos, vamos a verla, aunque ya casi no hay. Todos los que trabajaban esto ya fallecieron”.
Mientras el mundo digital avanza con velocidad, en Leandro Valle se libra una batalla silenciosa por preservar la memoria material de la impresión tipográfica. Una memoria que se desvanece entre máquinas que apenas sobreviven, manos curtidas por la tinta y testimonios como el de Don Ernesto, última resistencia frente al olvido.

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