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La defensa maniquea de la integridad artística

Rodrigo Farías Bárcenas / colaborador Subterráneos

Lucrar con la atención del público proclive a dejarse influir por el amarillismo

Ciudad de México, a 13 de enero de 2023. Desde hace cuatro décadas he sido impulsor de la producción cultural autogestiva, y como parte de esa práctica, igual me he opuesto a medidas corporativas que vulneran los derechos laborales, denunciándolas. Por eso me parece válido que desde el ámbito de la independencia se defienda la integridad artística, cuestionando a las compañías de discos por controlar para su propio beneficio la obra de los músicos.


Sin embargo, no estoy de acuerdo cuando esa defensa se esgrime desde un enfoque maniqueo, porque se va a los extremos: unos son buenos y otros malos; los artistas, seres iluminados, honestos y generosos; las compañías, entidades oscuras, corruptas y mezquinas. Es una perspectiva limitada, dañina, porque distorsiona el complejo proceso que hay de por medio en la producción de la música y su difusión.


Esa visión nos quiere hacer creer que son una amenaza el trabajo coordinado y quienes participan en él, sobre todo si tienen trato directo con los artistas. Por ejemplo, pensemos en cómo la imagen de productores musicales y mánagers, asociada a la de aprovechados empresarios mercantilistas, es propagada mediante telenovelas, películas, series biográficas, programas de espectáculos, etcétera. Es tan persistente que se ha vuelto un cliché cultural, exhibe a los productores como gente sofisticada y manipuladora, interesada sólo en vender; mientras que los mánagers son señalados por su ambición sin límite y afán por explotar a los desamparados artistas.


La defensa maniquea de la integridad artística también lleva la marca de semejante estereotipo. Pero es otra la realidad de las cosas. La organización que requieren la producción y la difusión de la música es más compleja de como la presenta ese perverso punto de vista, y no puede reducirse a dos bandos que se confrontan entre sí.


Dado que una de las principales características de la propaganda consiste en simplificar la realidad, el maniqueísmo al que aquí me refiero viene a ser una de sus manifestaciones, y como tal lucra con la atención del público proclive a dejarse influir por el amarillismo. A la defensa de la autenticidad artística no le hace falta esta clase de recursos.


Me hizo reflexionar en esa cuestión el (literalmente) último concierto de Joan Manuel Serrat en la Ciudad de México, en octubre de 2022. Durante más de 55 años el cantautor acumuló un excelente acervo discográfico, el cual creció bajo el amparo de los sellos discográficos más poderosos, sin que por ello él se convirtiera en un producto mediático, que se supone es adonde conducen las malévolas compañías. Su integridad es irreprochable, y jamás ha incurrido en simplificaciones para defenderla.


Más allá de su cariz persuasivo, el maniqueísmo que cuestiono no se conforma con actuar en el plano del discurso. Si tomamos en cuenta que la producción y la difusión de la música son posibles gracias a la acción colectiva, queda más claro que es en este empeño donde la simplificación provoca un gran perjuicio, porque empieza por negar el reconocimiento del trabajo ajeno, sospechando de productores y mánagers, y acaba por desacreditar cualquier quehacer organizado, manchando el ejercicio profesional de gente que se ha preparado para ejercerlo, y porque genera un clima de desconfianza en los equipos de trabajo, minando su creatividad y productividad, e incluso destruyéndolos. Por eso el maniqueísmo es una simulación, tras su apariencia de dignidad exacerbada, esconde su intención real: el sabotaje, y su consecuencia es el daño del patrimonio cultural.


Además, tales argucias entorpecen la posibilidad de cuestionar a las empresas eficazmente cuando incurren en tratos inadmisibles, como pueden ser las violaciones a los derechos laborales, porque las falacias dualistas (buenos-malos) no funcionan en un plano constructivo, transformador. Por el contrario, en vista de que impiden la asimilación de experiencias que podrían enriquecer formas de trabajo, si no se rechazara visceralmente el conocimiento que requiere la producción de los proyectos musicales, entorpecen el proceso mediante el cual la sociedad aprende a organizarse para defender sus derechos culturales, como lo son el producir y difundir contenidos que no son los hegemónicos, lo cual contempla — ¡irónicamente!— la defensa libre de maniqueísmo de la integridad artística.


Ese fenómeno es particularmente lesivo para los proyectos independientes (entendidos como estructuras de trabajo) que sí están orientados al cambio social. En este sentido, el maniqueísmo es reaccionario, contribuye a mantener el statu quo, al provocar desarticulación social.


La postura maniquea racionaliza la ineptitud para comunicarse con la sociedad desde una óptica alternativa, atribuyendo al comportamiento de terceros las razones de su fracaso. Quienes la sostienen, con el fin de eludir la crítica, elaboran relatos míticos para justificarse, y buscan refugio en el nicho de los artistas de culto, los verdaderos, sin llegar a ser uno de ellos. Predican sin practicar con el ejemplo. Son como los mistagogos que describe Collingwood en Los principios del arte: falsos líderes espirituales que pretenden iluminar a otros con su luz en los misterios de la salvación, cuando no hacen más que llevarlos hacia su propia oscuridad.


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